Fueron unas vacaciones de invierno diferente. Es que la
sociedad estaba masticando bronca, pleno duelo de una de las tragedias más
dolorosas: Malvinas. Poco podía captar de esa desazón, por cierto, ya que esos diez
años de edad alcanzaban para entender a medias las consecuencias de una guerra
que, en definitiva, fue inexplicable.
Algo si: de la euforia a la depresión, de la alegría a la
tristeza. Cuatro palabras, chiquitas para esas semanas de locura verde militar,
disparos de cañones, misiles y victimas casi adolescentes que solo querían
dejan bien en alto su valentía empujada por el amor a la patria. Y solo quedó
eso. Solo y mucho, todo. Y en perspectiva, casi nada.
Ahí estaba el niño, listo para una final de torneo que tenía
aroma de mundial y sabor a hazaña. Los tres palos estaban custodiados. Era un
león, aunque el ídolo siempre fue Fillol, el Pato de la casaca verde número
cinco de sobrenatural actuación cuatro años antes en el Mundial argentino y
retirada digna del evento español de final reciente.
Había sorteado con eficiencia todos los compromisos, y no
podía fallar en el último. Era el más chico del equipo, con jugadores del
último año, casi todos de renombre de ese mundo futbolístico. Salvó varias, lo
que llevó a una definición por penales. Era el tercero, había atajado los dos
anteriores, y frente suyo estaba el más importante de los pateadores. Si, un
artillero, defensor él con una masa en el pie derecho. Nadie lo podía vencer,
nadie. Hasta ese momento. La mirada fue penetrante; un chico de sexto en el
arco jamás podría atajarle un penal a ese de séptimo, el más poderoso pateador
de toda la escuela y de muchas promociones a la redonda.
Pero la confianza era plena. El silbato marcó el momento, la
carrera pareció en cámara lenta, el arquero jamás perdió el contexto de la
ejecución. Era de esperar, el pie chocó la pelota que salió como un misil hacia
la izquierda del arco. Y hacia allí fue con sus brazos extendidos y la proeza como
objetivo, convencido de ello. Así fue. La pelota fue desviada por esos pequeños
brazos, y la algarabía estalló.
¡Uno de sexto, casi ignoto, le atajo un penal al imbatible!
Sin embargo algo no estaba bien. Un fuerte dolor impidió sumarse a los
festejos. La muñeca izquierda ardía, como si un hierro caliente la hubiera
marcado. Sudor y dolor, la fórmula de algo malo. Apenas se incorporó pidió el
cambio. Faltaba el último tiro, que lo presenció desde un costado. El suplente
cumplió. Claro, si él ya había realizado la tarea más difícil, ganarle al
mejor.
No pudo más y se fue a su casa. Ni siquiera quedó a la
premiación. En el colectivo sufría horrores, e incluso despertó la preocupación
de sus ocasionales compañeros de pasaje. Pero llegó a su casa, y el padre tomo
cartas en el asunto: llamó a un médico amigo y de inmediato fueron a su
encuentro.
“Se rompió un ligamento” fue la sentencia; “yeso por un mes”.
Ahí quedó, sin dolor pero con un problema a resolver en el
mediano plazo. Una mezcla de alivio y desazón. La presencia de un parque en la
ciudad sirvió de bálsamo ante esa situación.
“Quiero la vuelta al mundo, como primer juego” fue el pedido
ante tanta generosidad.
Del patio de una escuela, a la final del mundial y de ahí a
dar la vuelta el mundo. En cuestión de horas el futbol fue el medio para
dibujar sueños.
(…)
“Pato Romero, tremendo arquero”, la frase que desempolvó el
recuerdo. No fue tanto, más bien podría ser el “tremendo” como ironía, aunque
el tiempo ya lo curó. Pero fueron años de muchísimos sueños enfundados en un
par de guantes de arquero, y un futuro cruzado por la banda roja. Todo se
podía, el sueño movilizaba, sorteaba negaciones de progreso, y el universo se
cargaba de resplandores que correteaban una pelota en el verde césped. Quizás
fue el primer desamor, quizás, pero valió por lo menos para un despertar, casi
35 años después.