domingo, 13 de noviembre de 2016

La vuelta al mundo, gracias al fútbol


Fueron unas vacaciones de invierno diferente. Es que la sociedad estaba masticando bronca, pleno duelo de una de las tragedias más dolorosas: Malvinas. Poco podía captar de esa desazón, por cierto, ya que esos diez años de edad alcanzaban para entender a medias las consecuencias de una guerra que, en definitiva, fue inexplicable.
Algo si: de la euforia a la depresión, de la alegría a la tristeza. Cuatro palabras, chiquitas para esas semanas de locura verde militar, disparos de cañones, misiles y victimas casi adolescentes que solo querían dejan bien en alto su valentía empujada por el amor a la patria. Y solo quedó eso. Solo y mucho, todo. Y en perspectiva, casi nada.  
Ahí estaba el niño, listo para una final de torneo que tenía aroma de mundial y sabor a hazaña. Los tres palos estaban custodiados. Era un león, aunque el ídolo siempre fue Fillol, el Pato de la casaca verde número cinco de sobrenatural actuación cuatro años antes en el Mundial argentino y retirada digna del evento español de final reciente.
Había sorteado con eficiencia todos los compromisos, y no podía fallar en el último. Era el más chico del equipo, con jugadores del último año, casi todos de renombre de ese mundo futbolístico. Salvó varias, lo que llevó a una definición por penales. Era el tercero, había atajado los dos anteriores, y frente suyo estaba el más importante de los pateadores. Si, un artillero, defensor él con una masa en el pie derecho. Nadie lo podía vencer, nadie. Hasta ese momento. La mirada fue penetrante; un chico de sexto en el arco jamás podría atajarle un penal a ese de séptimo, el más poderoso pateador de toda la escuela y de muchas promociones a la redonda.
Pero la confianza era plena. El silbato marcó el momento, la carrera pareció en cámara lenta, el arquero jamás perdió el contexto de la ejecución. Era de esperar, el pie chocó la pelota que salió como un misil hacia la izquierda del arco. Y hacia allí fue con sus brazos extendidos y la proeza como objetivo, convencido de ello. Así fue. La pelota fue desviada por esos pequeños brazos, y la algarabía estalló.
¡Uno de sexto, casi ignoto, le atajo un penal al imbatible! Sin embargo algo no estaba bien. Un fuerte dolor impidió sumarse a los festejos. La muñeca izquierda ardía, como si un hierro caliente la hubiera marcado. Sudor y dolor, la fórmula de algo malo. Apenas se incorporó pidió el cambio. Faltaba el último tiro, que lo presenció desde un costado. El suplente cumplió. Claro, si él ya había realizado la tarea más difícil, ganarle al mejor.
No pudo más y se fue a su casa. Ni siquiera quedó a la premiación. En el colectivo sufría horrores, e incluso despertó la preocupación de sus ocasionales compañeros de pasaje. Pero llegó a su casa, y el padre tomo cartas en el asunto: llamó a un médico amigo y de inmediato fueron a su encuentro.
“Se rompió un ligamento” fue la sentencia; “yeso por un mes”.
Ahí quedó, sin dolor pero con un problema a resolver en el mediano plazo. Una mezcla de alivio y desazón. La presencia de un parque en la ciudad sirvió de bálsamo ante esa situación.
“Quiero la vuelta al mundo, como primer juego” fue el pedido ante tanta generosidad.
Del patio de una escuela, a la final del mundial y de ahí a dar la vuelta el mundo. En cuestión de horas el futbol fue el medio para dibujar sueños.    
(…)

“Pato Romero, tremendo arquero”, la frase que desempolvó el recuerdo. No fue tanto, más bien podría ser el “tremendo” como ironía, aunque el tiempo ya lo curó. Pero fueron años de muchísimos sueños enfundados en un par de guantes de arquero, y un futuro cruzado por la banda roja. Todo se podía, el sueño movilizaba, sorteaba negaciones de progreso, y el universo se cargaba de resplandores que correteaban una pelota en el verde césped. Quizás fue el primer desamor, quizás, pero valió por lo menos para un despertar, casi 35 años después.